El pasado viernes 28 de noviembre, en la subasta de SRAD 2026, la industria española volvió a demostrar que es capaz de asumir las responsabilidades que el sistema eléctrico y la política energética parecen ignorar: dar firmeza al sistema eléctrico. En esta subasta de SRAD se asignaron 1.725 MW de un máximo solicitado de 2.339 MW, con un precio final de 65 €/MWh, claramente superior al precio medio de este año 2025 (56,14€/MWh).
Detrás de estos números hay mucho más que flexibilidad: hay una gran capacidad de adaptación, mucha voluntad de sacrificio y, sobre todo, una industria que asume costes que no le corresponden mientras se enfrenta a una política energética fragmentada y a un sistema eléctrico frágil, en la búsqueda de la competitividad.
En la subasta de 2026, la posibilidad de agregar distintos sectores industriales en la misma participación (crear unidades con agregaciones > 100 kW) permitió que empresas electrointensivas, químicas, siderúrgicas y muchas otras se unieran para ofrecer un volumen significativo de flexibilidad. Estamos hablando de una capacidad que es casi el 10% de la demanda horaria nocturna nacional.
Pero debemos entender que la realidad es que esta capacidad de adaptación es un parche ante la fragilidad de una red que sigue dependiendo de medidas de emergencia y de la buena voluntad de la industria. De este modo, la subasta no corrige problemas estructurales, sino que simplemente permite que las empresas absorban los riesgos del sistema, aprovechando la necesidad imperiosa de competitividad.
El precio obtenido, por tanto, evidencia la disposición de la industria a sacrificar producción a cambio de compensaciones económicas, pero también pone de relieve la inconsistencia de una política energética que no garantiza estabilidad ni precios razonables.
Tras el apagón del 28 de abril de 2025 se reforzaron los mecanismos de respuesta a costa de incrementar la factura del consumidor, pero los fallos anteriores y los picos de precio recientes muestran que los problemas son profundos: falta de inversión en generación, almacenamiento insuficiente, interconexiones limitadas y una transición energética que se centra (seguramente) en objetivos ideológicos más que en la seguridad del suministro y la competitividad industrial.
Mientras la industria ajusta producción y agrega sectores para generar ingresos y proteger su competitividad, el sistema eléctrico continúa mostrando vulnerabilidades que podrían costar mucho más que los beneficios de la subasta, como hemos visto en el mecanismo reforzado, en la aprobación exprés de algunos procedimientos de operación y en recurrencia de veces en que hemos estado, de nuevo, al borde del precipicio.
La factura eléctrica sigue siendo un dolor de cabeza para muchas (todas) empresas y los precios spot y los mecanismos tradicionales no ofrecen protección frente a picos de coste inesperados, bien por precios de mercado que trasladan el coste de un gas que no tenemos, por unos servicios de ajuste que asumen el coste del mecanismo reforzado o por unos costes regulados o tasas impositivas que no ayudan a reducir la factura.
La flexibilidad industrial se convierte así en un parche que absorbe riesgos sistémicos y financieros que deberían gestionar otros actores, principalmente la política y la regulación. Podemos verlo como queramos, pero esto es lo que es. En un sistema eléctrico, “esos caballos que tiran de forma no alineada al eje de la carretera” obligan a los generadores, transformadores y cables a transportar más corriente de la necesaria, lo que se traduce en:
A fin de cuentas, la necesidad de la industria es clara: estabilidad, previsibilidad y condiciones que le permitan competir sin depender de apagar líneas de producción, pero en un escenario donde los incentivos actuales son insuficientes para garantizar una transición energética ordenada y compatible con la competitividad industrial. La industria española no puede ni debe asumir sola los costes de un sistema eléctrico que falla y de una política que no resuelve problemas estructurales.
El contraste entre la audacia de la industria y la miopía política es evidente: mientras las empresas se organizan, agregan sectores y ajustan producción para generar ingresos y mejorar competitividad, la política energética sigue enfocada en metas abstractas, renovables a toda costa y objetivos de transición sin considerar la robustez del sistema ni el coste real para la industria. Esta desconexión amenaza no solo la competitividad, sino también la propia capacidad de garantizar suministro.
La industria necesita un sistema eléctrico robusto, un marco regulatorio coherente y políticas energéticas que prioricen la seguridad del suministro y la eficiencia económica, ya que, sin esto, la transición energética corre el riesgo de convertirse en un lujo que paga la industria, mientras los problemas estructurales persisten.
En conclusión, la respuesta activa de la demanda es un termómetro de la competitividad industrial, de la capacidad de adaptación y del sacrificio que la industria está dispuesta a asumir. Pero también es un espejo de la falta de visión y coherencia de la política energética española.
La transición energética no puede ni debe depender de la buena voluntad de las empresas; requiere planificación, inversiones y un enfoque pragmático que garantice que la industria pueda competir y crecer, sin ser la pagadora de los errores de un sistema frágil y de decisiones políticas descoordinadas.